Escapé
del colegio por primera vez cuando tenía doce años. Rosa se armó de
valor y vino conmigo. Faltaban pocos días para que terminaran las
clases. Era noviembre. Ella me había pedido conocer los mejores paisajes
de la ciudad y yo le propuse ir al puente ferroviario negro, a los
montes más cercanos y a la presa nueva del arroyo. Cuando dije todo
esto, ella me preguntó si yo sabía leer la mente. Rosa
venía de la provincia de Tucumán porque al padre lo habían trasladado
como gerente del Banco Nación. Como habían alquilado un departamento en
la misma cuadra donde yo vivía, nos hicimos amigos.
Pedaleamos
cada uno con su bicicleta por el camino de la Provita rumbo al puente
negro, un paisaje arenoso, ajeno al verde plano de la llanura a la que
estamos acostumbrados. Al llegar, bajamos hasta el lecho del arroyo,
luego descansamos y mojamos nuestros pies en el agua, un agua
transparente sobre un fondo amarillo con orilleros inquietos que huían
espantados del origen de las olas.
Más tarde, subimos a las pequeñas
montañas linderas al arroyo, unas montañas que no superaban el metro y
medio de altura, y desde allí vimos las extensas plantaciones, los
galpones y las vacas. Cuando retomamos el camino fue para conocer el
establo de la Estancia del Sel. Oímos chillidos que sonaron a regocijo
animal. Un cuidador nos dejó entrar para que miráramos de cerca a los
caballos de carrera. Rosa acarició la cabeza de una yegua mansa que no
dejaba de mirarla a los ojos.
Luego fuimos hasta un bosque de
eucaliptos, enormes y en hilera, separados por una distancia de tres
metros, y bordeados por un alambrado que alguna vez fijó el límite de
una propiedad. Trepé un árbol para volver a buscar un sitio alto, pero
esta vez Rosa se quedó abajo. Tuve que esforzarme bastante para
describir lo que veía sentado en aquella rama, pero nada de lo que dije
le agradó, de modo que descendí para continuar con la caminata.
El cálido viento parecía darle magia a aquellos momentos. Ella bostezó,
yo sonreí y le guiñé un ojo. Nos recostamos en el tronco de un árbol
mirando para arriba. Buscamos formas en los árboles y le pusimos
nombres. Una mariposa, el hombre de Neandertal, un rinoceronte, un
unicornio, un eclipse parcial. Nos propusimos recordar todos aquellos
nombres creados por nosotros para una visita futura. Después hablamos
del torneo de fútbol intercolegial, de la escuela primaria, del pronto
comienzo de la secundaria. Ella estaba contenta, sonreía con los labios y
con los ojos al mismo tiempo. Luego hubo un paréntesis en la
conversación y nos quedamos dormidos.
Cuando desperté, la
cabeza de Rosa estaba recostada sobre mi hombro. Ya se estaba haciendo
de noche. Dije entonces que había que regresar. Rosa se levantó como un
resorte y tomó la delantera con su bicicleta azul. Las malezas estaban
muy altas. Propuse apurarnos para aprovechar lo que quedaba del día,
pero a poco de salir empezamos a ser perseguidos por dos pibes más
grandes.
Llevaban rifles y tenían unos cuises muertos colgando de
los manubrios de las bicicletas. Uno de ellos nos gritó con una voz que
buscaba imponer un orden. Me dio escalofríos. Era la voz del mismísimo
Friki, famoso por la enorme cantidad de entradas en la policía. Promovía
riñas. Desfiguraba a los adversarios. El otro no se quedaba atrás y nos
amenazaba con una completa banda sonora de insultos. El pulso me latía
hasta en la nuca. Rosa se había quedado muda, temblaba de miedo.
Atravesamos una tranquera, y tomamos un camino angosto. Bordeamos una
casa de campo y seguimos por ese mismo camino hasta dar con otro más
ancho. Los enormes saltos me hicieron perder el espejo retrovisor. Yo
pensaba que, en cualquier momento, un balín nos iba a perforar la
espalda. Pocas veces vi que el andar de una bicicleta levantara tanto
polvo. Era espeso, como fabricado por una máquina. Por suerte cuando
miramos hacia atrás, Friki y su compañero ya no estaban, habían
desistido de seguirnos.
Tardamos mucho en encontrar el camino
de regreso. La desesperación no te deja pensar. Rosa lloró durante unos
minutos, de golpe, sin freno a pesar de mi intento de consuelo.
Manejamos hacia el oeste en dirección a las luces brillantes de la
ciudad. La noche se nos había venido encima. Volvimos a cruzar las vías,
e ingresamos al radio urbano por el bulevar con el sonido ronco de los
silos de las cooperativas de granos. Antes de llegar a casa, nuestros
padres y los vecinos estaban afuera. El rostro de la directora era el
reflejo mismo de la desesperación. Dos móviles policiales custodiaban el
lugar con las luces encendidas.
No se imaginan los ojos que
tenía mi padre. Eran unos ojos bruscos, de odio. Cuánto más los miraba,
tanto más ofuscados los encontraba. Hubiese contratado a un grupo de
vocalistas negras para que le susurraran canciones melódicas al oído.
Recordé su frase más célebre: “Los Sotello somos bien machos. No le
tememos a nada”. El mundo es un lugar confuso. Tuve que inventar algo
para dejarlo conforme. Necesitaba justificar mi larga ausencia. Buscaba
que una vez adentro de mi casa no me agarrara a cintazos. Me vino a la
mente una voz, una orden que me iba a ayudar a sobrevivir. Tomé del
brazo a Rosa, la protegí del frío con mi campera de nailon y le di un
beso en la boca. Ella me lo devolvió cerrando los ojos. Todavía temblaba
de miedo.
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Cruzó el espejo